No nos conoceremos en un bar, ni me robaras la cerveza aún por pagar. No se parará el murmullo del tiempo paralizado en uno de tus parpadeos ni ninguna estrella me brindara tu amor. Ni a ti el mío. Me pierdo tu sonrisa, dibujando en el tapiz de silencio que queda pendido en el aire tras el sexo desbordado, felicidades de futuro inmediato como si esa felicidad futura dependiera de tu aliento. Tus labios perdidos buscando mi boca y escondites remotos en los pliegues de mis camisas malplanchadas.
Te pierdes mi mirada mientras cae la lluvia tras el cristal que malesconde tu piel desnuda, el calor de las espurnas incandescentes del fuego de mis manos, mis dedos bailando por tu espalda, su caricia en el remolino de detrás de tu cuello. No compartiremos los miedos encontrados, los temores superados. No tendremos pequeñas muertes en los chaparrones de verano, ni besará la espuma del mar tu pelo,- al menos no en mi compañía-. No te ayudaré cuando llores. No secaras mis lágrimas.
Tus gritos de deseo, uñas en mi pecho, el primer beso al despertar de las mañanas; ese que le roba el primer sabor al desayuno. El vino compartido, el alto en el camino, el café recalentado. Los desembarcos en islas alejadas de rutina. Las acacias creciendo al son de tus pasos. No estará tu ropa tendida junto a la mía ni se sentirá, jamás, mi colchón deshabitado de tu aroma.
El delirio de la carne deteniendo el reloj y sus horas, mi mirada protegiéndote las noches en que te despierten los malos recuerdos del pasado, las pesadillas de aquello que no has superado. Mi locura acompañando tus pestañas. Los gritos y el silencio empapado en tus mejillas. Tu cintura bailando para ahuyentar los miedos, mis brazos para amortiguar tus caídas.
Nos perdemos las sabanas enrolladas en mis piernas mientras tú te acurrucas en mi pecho y esperamos la primavera. Algún viaje a París y muchos a tus caderas.
Nos ahorramos, al menos, la guerra de miradas, el odio declarado, los temores de abrazos disfrazados, las despedidas descaradas. El frío de los adioses congelando la yema de los dedos y la memoria.
Te pierdes mi mirada mientras cae la lluvia tras el cristal que malesconde tu piel desnuda, el calor de las espurnas incandescentes del fuego de mis manos, mis dedos bailando por tu espalda, su caricia en el remolino de detrás de tu cuello. No compartiremos los miedos encontrados, los temores superados. No tendremos pequeñas muertes en los chaparrones de verano, ni besará la espuma del mar tu pelo,- al menos no en mi compañía-. No te ayudaré cuando llores. No secaras mis lágrimas.
Tus gritos de deseo, uñas en mi pecho, el primer beso al despertar de las mañanas; ese que le roba el primer sabor al desayuno. El vino compartido, el alto en el camino, el café recalentado. Los desembarcos en islas alejadas de rutina. Las acacias creciendo al son de tus pasos. No estará tu ropa tendida junto a la mía ni se sentirá, jamás, mi colchón deshabitado de tu aroma.
El delirio de la carne deteniendo el reloj y sus horas, mi mirada protegiéndote las noches en que te despierten los malos recuerdos del pasado, las pesadillas de aquello que no has superado. Mi locura acompañando tus pestañas. Los gritos y el silencio empapado en tus mejillas. Tu cintura bailando para ahuyentar los miedos, mis brazos para amortiguar tus caídas.
Nos perdemos las sabanas enrolladas en mis piernas mientras tú te acurrucas en mi pecho y esperamos la primavera. Algún viaje a París y muchos a tus caderas.
Nos ahorramos, al menos, la guerra de miradas, el odio declarado, los temores de abrazos disfrazados, las despedidas descaradas. El frío de los adioses congelando la yema de los dedos y la memoria.