La vida suele ser una fulana que no siempre te trata bien, en ocasiones si,
pero no siempre. Además inexorablemente pasan los días, las horas y los meses.
Inevitablemente la vida pasa y al final, cuando llega el final acaba. Nos aleja
de la niñez y de sus sonrisas, de la adolescencia y su efervescencia. Nos
hacemos mayores. (en el mejor de los casos. algunos quedan en las cunetas y a
mitad del camino)
En todo caso, la vida, en ocasiones es agradable y tierna. Te hace
disfrutar de las pequeñas cosas, de aquellas que aparentemente no tienen
importancia. Hace unas semanas disfruté de un corto paseo en moto, con un
agradable frío invernal entrando por el casco y los guantes de mis manos. Fui a
una terraza conocida y mientras el último sol de enero, tibio, y brillante
mostraba su brillo en mis ojos me pedí
una cervecita, abrí un libro de poesía y dejé que el tiempo se meciera entre
trago y trago de cerveza y entre maravilla y maravilla de la magia de las
palabras que habitan tan sólo en lo escrito por la tinta azul de los grandes
poetas. Los poemas de Rodolfo Serrano bailaban en mis pupilas y mi corazón se
acordaba de ti. Tal vez pinzones y petirrojos sobrevolaran entre mis canas y
las nubes. No lo sé. Pero tal vez si.
Levanté mi mirada, entró un hombre mayor (no sé porque viejo debe de ser
despectivo, ser joven no es un alago y ser viejo no es ni debe ser un insulto.
Yo, aún no lo soy, pero espero algún día ser viejo) Un hombre aún alto, con
zapatos impecablemente limpios, negros. Pantalón de pana, chaleco, americana
con pañuelo azul oscuro en el bolsillo, sombrero también azul oscuro de ala corta que daban media sombra a unos
ojos azules, acerados y tiernos. Manos duras y porte de viejo torero con mil
cornadas, que aún sabiéndose débil no se da por vencido. Buscó con la mirada
una mesa libre en aquella pequeña terraza con vistas a mi mediterráneo. Todas
ocupadas.
Una señora de más o menos su edad, tomaba un café con leche, estaba
sentada, ojos vivos color miel, pelo blanco, sin teñir, luciendo las canas y el
rastro de vida que las arrugas habían dejado sobre sus ojos y en su piel, el
pelo finamente recogido en un moño alto, jersey negro de cuello vuelto.
Pendientes de plata vieja, y simpáticas pulseras que sonaban cada vez que movía
sus manos para pasar las hojas de la vanguardia. Papiro de piel, con uñas pintadas de granate oscuro, que sin duda habrían trabajado, amado y sufrido. – siéntese aquí si quiere- le dijo – No quisiera
molestarla,- contestó, y me gustaría pensar que esos ojos de viejo ladrón de
corazones brillo. – no me molesta,- dijo ella.
Se sentó y se pidió una copita de vino tinto. Se dijeron los nombres dándose
la mano, se hablaban de usted. Coincidieron en que ambos tenían 76 años, presumieron
de hijos y de nietos.
Yo seguía leyendo poesía, disfrutando mi cerveza y escuchando una
conversación ajena, que lejos de producirme pudor me trajo un soplo de
felicidad y esperanza. No sé cuando pasó pero en un momento, tras hablar de sus
derrotas, de sus viudeces, del recuerdo amargo de algunas gotas de la clepsidra
dejaron de llamarse de usted y se tutearon. El viejo ladrón le preguntó a la
guapa señora si la acompañaría con otra copa de vino. La preciosa madre reina
sonrió y esa sonrisa tenía más jovialidad, certeza y rincones en los que
dejarse caer que ninguna otra. – sólo si lo acompañamos de algo de comer-
contestó.
Yo pedí otra cerveza. Seguía haciendo frío y el sol intentaba luchar contra
el invierno. Pero el día era agradable. Ahora, si, ahora pinzones y petirrojos
sobrevolaban el viento. Apuraba mis tragos mientras el verde de mis ojos
viajaba entre la poesía que había en mis manos. -Ya ves, volví a acordarme de
ti.- y las sonrisas de aquella vieja pareja. Decidí que era momento de marchar
y dejar de escuchar lo que no me incumbia justo cuando acabe de leer estas
bellas letras del del Maestro Rodolfo,
Que importa que los tiempos nos sean crueles
que maten y nos hieran, si en mis manos
conservo los papeles de tu boca,
la promesa firmada de que nunca
podrán los calendarios con nosotros.